Un ácido texto de antimuseo
Yo
siempre he dicho que no. En flagrante, polémica y mal recibida contradicción con
los discursos oficiales y oficiosos, he manifestado reiteradas veces mi poco
respeto por el arte patrio. Me parece tan malo que me he salido de él, que ya no
quiero ser curador, ni abrir nuevos espacios o colaborar con museos. Comprendo,
por otra parte, que semejantes declaraciones me garantizan un viaje de ida, al
cuerno dirá más de uno, sin boleto de vuelta. Sea bien venido, porque intuyo que
hasta en la superficie curva y áspera de ese asta metafórica se dan mejores
condiciones para el florecimiento de la cultura que en el reseco suelo hispano
(y vasco, y catalán, y gallego, y, y…).
Los
problemas del arte español son además tan complicados, se han enquistado de tal
manera y están tan densamente imbricados con los demás conflictos de nuestra
sociedad, que no sólo resulta difícil aventurar análisis, sino que acaba por dar
pereza. Yo llevo unos 25 años de vida profesional, y si me va muy bien me quedan
otros 25 por delante. Es decir, estoy en la mitad justa de mi carrera. En la
primera fracción se han repetido las mismas cuestiones, una generación tras
otra, sin avances sustanciales en la formulación de diagnósticos y aún menos de
remedios. Y cuando pienso que si sigo aquí tendré que aguantar durante cinco
lustros más los sempiternos ecos de idénticas quejas y declaraciones
triunfalistas. La reiteración de los errores o los abusos de los políticos. La
perenne desconfianza de la sociedad hacia los intelectuales, las estrategias
fallidas para internacionalizar nuestro arte, las rencillas y pandilleos entre
artistas y su sumisión ante cualquier forma de poder… ¡Qué hueva! ¿Pero por qué
tan cansinos?
La
reflexión me brota, torrencialmente como se ve, de la lectura de una entrevista
a Miguel Cereceda, que es educador, crítico y ahora también director o
presidente del autodenominado Instituto de Arte Contemporáneo, que como él mismo
advierte no es instituto sino asociación civil. ¿Por qué no le cambian el
nombre, pues? Yo no conozco el trabajo de Cereceda ni sé qué es lo que hace este
instituto que no es un instituto, y como ya me he salido del arte español no
creo que llegue a saberlo nunca. Pero hay una frase que me ha prendido, con las
nefastas consecuencias que están observando ustedes:
“Consideramos
que la obra de los artistas españoles contemporáneos tiene una calidad y un
interés que en nada desmerece de la de los artistas de los países de nuestro
entorno.” (1)
Tengo
que decir que la frase está tan gastada que tiene menos sentido que aquello de
la unidad de sentido en lo universal (2), que yo lo oía en el colegio y no me
enteraba, alma cándida, de a qué o quién se referían. Fuera de sarcasmos, la
declaración institucional, ahora sí, de Cereceda nos está indicando el punto
central del laberinto. Un lugar al que es casi imposible llegar desde fuera,
pero del que debemos partir los que estamos dentro, tomando cualquiera de los
enmarañados senderos que se abren hacia los cuatro puntos cardinales, para
encontrar una salida.
No
hace falta aclarar que lo que motiva la declaración del presidente del IAC es la
sensación de que el arte español está infrarrepresentado en los circuitos
internacionales. Que nos falta proyección, por mucho que nuestros artistas sean
tan buenos como los del zoco vecino.
Pues
bien, el problema está precisamente en que alguien que es profesor
universitario, crítico con tribuna en importantes medios de comunicación y
cabeza visible de una de las asociaciones sectoriales más grandes del país, en
cuanto a número de socios, crea que el arte es lo que hacen los artistas. Que si
hay uno, diez o cien artistas buenos en España, entonces tendremos buen arte.
Que las obras de ese o esos supuestos buenos artistas son objetos cerrados, con
capacidad de significar por sí mismos, independientes del contexto, que
establecen relaciones unívocas – yo te digo tú me entiendes – con cualquier
sujeto. Y que en consecuencia son intrínsecamente buenas, en cuanto a calidad
artística, y que así deberían apreciarlo esos seis mil y pico millones de
extranjeros que no nos pelan. Llegados a este punto tenemos dos opciones:
recurrir a las viejas teorías conspiratorias, por ejemplo, que los extranjeros
nos tienen envidia, o reconsiderar de forma global nuestra manera de entender el
arte.
Como
yo soy un tipo lioso y poco dado a hacer concesiones, hace ya muchos años que me
interné por el segundo camino y emprendí una búsqueda que me ha hecho rodar por
los tugurios del Berlín dividido, esto para que vean cuán pretérito tiempo, las
cantinas de un México que resurgía de su propia crisis bancaria y reinventaba
los lenguajes del arte con libertad salvaje, y, como no, una y otra vez por los
baretos “around-the-clock” de Madrid, donde recalo a reponer energías para
nuevos viajes.
Lo que
pude entender en la distancia, tanto desde el orden milimétrico de Alemania como
desde el perfecto caos mexicano, es la desarticulación de la sociedad española.
Una desarticulación que se extiende a todos los ámbitos: hay desarticulación
social, territorial, económica, y hasta epistemológica. Tengo la sensación de
que en España el conocimiento es fragmentario, monádico, fermentado en
compartimentos estancos. En cuanto al arte, me sorprende que todavía hoy se
hable de buenos artistas o buenas obras de arte, como si pudiesen existir per
se. El arte de una sociedad es bueno en su conjunto, es decir, hay un buen
sistema (institución, campo…) artístico, que produce buenos artistas, buena
teoría, buenas instituciones, buenas universidades, buenos antagonismos, incluso
un buen mercado. O no lo hay, y sólo esporádicamente florecen margaritas en el
lodo, aunque lo normal es que el talento se marchite, las energías se disipen,
la creatividad se adocene y sólo sobrevivan los que huyeron a
tiempo.
El
sistema artístico español es malo, pésimo, execrable, enfermizo, inicuo. En
treinta años de democracia lo han estado cebando con ferias, museos, festivales,
becas, políticas interruptus, pero sobre todo con sangre fresca, arte joven, y
como decían en un número ya antiguo de Brumaria, ha engordado mucho, pero no ha
crecido. Ahora que toca adelgazar la cosa va a ser más que interesante. Pero el
problema es que es todo el sistema el que está mal. Carecemos de escuelas de
arte que puedan llamarse tales, la educación artística en los colegios está
ausente o sometida a severos castigos. Carecemos de instituciones con sentido,
creadas para dialogar con la sociedad que las sostiene, no para enriquecimiento
y gloria de los políticos de las inauguran o pavoneo de curadores de moda, de
una crítica capaz de situar y explicar la creación plástica dentro del marco
histórico donde se está dando, y que además se entienda a sí misma como
institución, con la responsabilidad que esto implica. Nuestro mercado ha sido
oportunista y politizado, dependiente de lo público auque se supone que
interpela a lo privado. Por otra parte la izquierda intelectual se manifiesta
anti-arte, vete a saber por que, pero exige pasa sí los recursos del arte,
intentado a la vez un vaciamiento de legitimidad y material y regalando todo
este espacio institucional y político a los que consideran sus enemigos. Y los
artistas, en fin, dóciles a los gobernantes, curadores y galeristas, faltos de
rigor y más pendientes de forjar amistades que de escupir verdades. Pero es que
ya se sabe que en España las amistades lo son todo.
El
mismo día que leo la entrevista a Cereceda caen en mis manos, metafóricamente
hablando, otros dos textos: una breve nota, “El espejismo del desierto - Vida,
pasión y muerte del arte peruano (2000-2012), del limeño David Flores-Hora,
publicado en la revista El Buen Salvaje (3), cuyo link debo agradecer a Fietta
Jarque, donde hace un somero análisis del arte peruano. Pero fíjense en los
títulos de los párrafos: El estado de la
cuestión, La institucionalidad, La academia, El mercado, La crítica, La
curaduría y La conclusión. Es
decir, para hablar del arte peruano no se refiere a las obras de los artistas,
sino que da un repaso a los diferentes sectores que conforman la institución.
¿Es tan difícil hacer esto? ¿Es porque ellos tuvieron a Juan Acha y nosotros a
Julián Marías? Amigo Miguel Cereceda ¿no podrían usar ustedes la gran plataforma
del IAC para sacar los muertos de los armarios, limpiar debajo de las alfombras
y airear calzones revenidos? Si de verdad les preocupa la proyección
internacional del arte español, lo que deben hacer es cambiar de registro e
iniciar una etapa de autocrítica demoledora, pero no de las obras de arte, sino
de la propia institución en la que todos compartimos
responsabilidades.
El
otro texto es también de un peruano, por el que siento muy pocas simpatías,
sobre todo desde que se le ocurrió el disparate de comparar a la política
corrupta Esperanza Aguirre con Juana de Arco: Mario Vargas Llosa. Sin embargo
dice algo, Flores-Hora también lo menta en su conclusión, que es sumamente
importante recordar: “Occidente —mejor dicho, los espacios de libertad que su
cultura permitía— tuvo siempre, en sus filósofos, en sus poetas, en sus
científicos y, desde luego, en sus políticos, a feroces impugnadores de sus
leyes y de sus instituciones, de sus creencias y de sus modas.”
En
lo que ha fallado el arte español, en lo que hemos fallado todos de manera
palmaria y dolorosa, es en la creación de un espacio de libertad. Sin eso no hay
arte. Habrá emprendimientos culturales, como dicen ahora. Habrá producción de
objetos, proliferación de instituciones y refulgir de glorias pasajeras, pero no
arte. El arte, la cultura, sólo tienen sentido como rebeldía, nunca como
sumisión a intereses políticos, económicos o académicos. El problema no es que
haya poca proyección del arte español, es que hay muy poco que proyectar, e
insisto en que no me refiero en primer lugar a los artistas.
(2)
En la dictadura militar se definía España como “una unidad
de sentido en lo universal”. La ininteligibilidad y estupidez de esta definición
explican porque los fachas necesitan exhibir un arma para hacerse
entender.
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